Marzo 2017
Tenía 16 años la primera vez que tuve una crisis depresiva.
Cursaba el último año de colegio y las semanas de vacaciones a mitad de año me
las pasé encerrada en casa, en mi habitación, luego fingí estar enferma para no
ir al colegio la siguiente semana. Estaba harta de engordar, de no sentirme
querida, de los problemas con mis padres, de no entender por qué me gustaban
las chicas, de ver cómo la chica que yo quería era tratada tan mal por otra
persona.
Estaba cansada de vivir.
Mis pensamientos suicidas acompañados de mis cortes en los
brazos eran cada vez más frecuentes, me cortaba cuando estaba triste, cuando
estaba molesta, cuando comía de más. Luego de llorar a mares, sólo me quedaba
dormir.
Sentía que nada estaba bien, me irritaba fácilmente y al
siguiente segundo estaba llorando y al siguiente comiendo y al siguiente cortándome
por haber comido de más. Era un círculo vicioso del cual no podía salir.
Después de mi fiesta de promoción, a la cual fui obligada a
ir, decidí tomar la iniciativa para salir de ese círculo, tomé algunos blíster de
pastillas para dormir de los medicamentos de mi abuela y decidí dar el gran
paso. Le escribí a una de mis amigas, que tenía la contraseña de mi blog donde
contaba mis cosas más personales y le pedí que lo borre cuando todo haya
terminado. Ella no entendió.
Lamentablemente, no todo salió como yo esperaba. Incluso
después de dos intentos esa noche.
Sigo viva.